miércoles, 6 de noviembre de 2013

Cómo Víctor, mis manos son lo único que tengo. Pero a diferencia de él sólo a veces son mi amor y nunca mi sustento.
Tenerlo todo, ser todo lo necesario para habitar el mundo y simplemente no poder usarlo. Cómo se soluciona eso. No hay método que me parezca ya real ni aplicable. Pensar el escape fácil por los terrenos oscuros se volvió más serio y recurrente.
 Y ¿cómo dar paso a otra vida si la propia se escapa?
Es la lucha del interior denso de siempre. Esas dos personas, más bien, esas dos conciencias que conviven. La que opaca, destruye, envenena mortalmente, pelea, araña e impulsa a más de lo mismo y la que oculta, calladita, se asoma tan de vez en cuando para intentar ser mejor y prometerse mil y una veces que el cambio ya empieza.
Cuesta no tener nada porque te quita el derecho a ser algo: a opinar, a preocuparse a pedir.
Y aunque se quiera, se desee tener ese algo que aportar, material o inmaterial, simple y llanamente NO SE PUEDE.
 Súmele ahora el tener que explicarle eso al mundo.
 Esta es mi lucha. Más bien mi batalla perdida a estas alturas.
¿Cuánto le falta a mi alma para rendirse? ¿Es mi misión aguantar? ¿Para qué?
El consuelo (en cuanto impedimento de bajar la guardia) es esa pequeña vida. Pero también egoístamente: no quiero que me odie por abandonarla. Eso es todo. Porque no creo que yo le sea imprescindible.